cuento: el guisante verde

Primera parte: el minigarbanzo verde

Había una vez un guisante en un mundo de garbanzos.

El guisante tenía la piel fina y suave, de un verde brillante muy apetitoso. En un mundo de guisantes, seguro que hubiera sido un lindo guisante.

Pero este guisante no vivía en un mundo de guisantes, vivía en un mundo de garbanzos. Y en un mundo de garbanzos, tener la piel fina y verde era algo extraño, algo diferente.

Los garbanzos eran de piel clara y cáscara dura y de una talla media ligeramente mayor que la del guisante. Eran fuertes y duros en apariencia y trato, y no entendían la gracia que podía tener un guisante verde, de apariencia vulnerable y tierno como aquel. ¿Qué hacía un «minigarbanzo verde» como aquel en un mundo de garbanzos fuertes y duros? Para la mayoría de garbanzos, estaba claro que solo podía tratarse de un error de cocinero.

Evidentemente, el guisante no era ajeno a las miradas y comentarios de sus compañeros/as de mundo, ni siquiera de sus pensamientos (deben saber que uno puede captar el desprecio de otro individuo sin que haya un solo intercambio de palabras). Así que el guisante cogió la costumbre de caminar mirando al suelo y pasar largos ratos solo. Decidió confinarse en casa voluntariamente para huir de un mundo que lo miraba extrañado, y que en demasiadas ocasiones le rechazaba por ser diferente.

Él era más lento que el resto de garbanzos, porque debía tener cuidado de no rasgar su piel en un mal gesto, o de no caer al suelo para después ser aplastado por un zapatón humano. Sin duda era más cuidadoso, y esto no gustaba mucho en un mundo de impacientes garbanzos, fuertes y seguros de sí mismos, que tomaban decisiones rápidas y actuaban con gran firmeza de movimiento.

Era la dulzura del guisante que probablemente lo hacía ser siempre tan sensible, tan empático, tan delicado y con tantas ganas de agradar en un mundo donde no parecía gustar. Porqué los garbanzos no daban valor a la dulzura, y veían en ella un signo de vulnerabilidad que confería descrédito al «minigarbanzo verde» (sin duda un error de cocinero, pensaban).

Pero un día, desde el bote de los garbanzos, el guisante vió sobre el obrador un saco lleno de guisantes a punto de ser transformados en una deliciosa crema dulce y sabrosa para hacer pasar el frío y enamorar el alma. Permaneció atento a cómo el cocinero los acariciaba con con amor y los hacía rodar entre sus dedos, a cómo los cogía, los olía y suspiraba con los ojos cerrados y una sonrisa satisfecha, a cómo los removía con ternura en la olla y cómo finalmente los degustaba transformados en crema. Pero lo que más le sorprendió, fue la cara de placer del cocinero en probar la obra maestra. ¡Un plato de estrella michelin! Exclamó en voz alta, satisfecho.

Aquel episodio hizo pensar al guisante. Él estaba seguro que no era ni mejor ni peor que sus compañeros/as garbanzos pero para hacer valer sus fortalezas primero las debía descubrir. A veces, después de mucho pensar sobre un problema, finalmente, exhaustos/as, lo dejamos navegar en el fluir del tiempo. Y un día, un gran día, llega la idea reveladora a nuestra cabeza (esto último sólo ocurre si estamos atentos/as y tenemos el oído preparado para escucharla).

Ese día, el guisante tuvo una idea reveladora y decidió escucharla y retenerla para siempre dentro de su corazón. Fue una pequeña gran decisión que cambiaría el curso de su FELICIDAD.

Estaba preparado…

…Continuará 😉

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